Como simple primate, me dispongo a exponer opiniones a este sol informativo. Mis dedos teclean en letras de plástico intentando armonizar construcciones que saldrán de mi intuición, de mi deducción, de mi hermenéutica y de la descripción de mis sueños. En el fondo siempre se me dio mejor describir sueños que escribir realidades, ya que me peleé con el lenguaje a ojos descubiertos y a estas alturas del combate creo que sólo me queda perder dignamente a los puntos salvando el K.O. Desde esta reconciliación imposible, me dispongo a aletear como mariposa inquieta esperando consecuencia, pues la red es un mar de información donde millones de dedos tiran mensajes en botellas bebidas, esperando cómplices de otras orillas. Y pienso ahora: ¿qué más dará si antes nos aseguramos de que los leen quienes comparten naufragio? Espero que a alguien le interese la opinión de este niño que se perdió en un viaje hacia un futuro re-soñado.

sábado, 31 de marzo de 2012

¿Está el enemigo? ¡Que se ponga!


Ayer en un pub―de esos que huelen a vestuario masculino después de un partido― me fijé en dos hombres con bigote. Hasta ahí algo normal en la moda vintage londinense, si no fuera porque sus respectivos bigotes recordaban a los que lucían dos personajes que instigaron el pacto Ribbentrop-Mólotov. Con cuidado de no ser mal educado, ya que, como compruebo a diario en el metro, mirar fijamente aquí es de mala educación, centré mi mirada primero en el que portaba bigote hitleriano y no pude reprimir la sonrisa al acordarme del poema de Eduardo Mazo, que venía a decir algo así como: «el otro día vi a alguien que se parecía tanto a Hitler que se sonrojó». Como no sé observar sin comparar me asaltó la duda de cuál de los dos personajes tendría que teñirse más de morado. Entonces me argumenté que Hitler se podía sonrojar por jodernos la historia pero que tendría que ser mayor el sonrojo de Stallin, ¡ya que él nos había jodido un sueño!

Todo esto me llevó a reflexionar sobre la llamada crisis de la izquierda en el albor de una nueva huelga general de allá donde nací y recapacitar sobre dónde buscar al enemigo. Últimamente ando peleado con el discurso masivo que todo ser humano con el que me cruzo asume: ese «que si quieres algo, con trabajo puedes». Pero pongamos el foco en la desigualdad que acarrea esta afirmación: entendiendo que el día tiene 24 horas, el mes 30 días de media, el año 365 días y una vida todo lo que te permita la biología y el azar, ¿cómo explicar que a unos pocos su esfuerzo les recompense tanto, en ese límite temporal, y a otros tan poco?

Pues simplemente porque se trata de una falacia interesada y auto-justificativa que, en realidad, no puede explicar la desigualdad. Puesto que la eternidad solo está concebida para la idea de Dios, o ser supremo, o como diablos queramos llamarle, es imposible que a algunos sus vidas y sus esfuerzos les cundan tanto. Ni siquiera sumando las y los de sus antepasados. Pero este discurso lo reproducimos, lo producimos y lo asumimos todos, por lo que el enemigo tiene nuestro mismo número de teléfono.

Nuestras instituciones educativas nos educan en la competitividad, malentendiendo un discurso de selección natural, mientras sabemos que nuestra evolución y nuestro dominio de la tierra y de parte de la galaxia viene dado por el altruismo y por la relación cooperativa intrínseca al ser humano. No obstante, cuando deconstruimos «nuestra» historia hacemos hincapié en aquellos momentos en los que se muestra la fatalidad y la miseria del ser, y no enfatizamos aquellas acciones que mal nombramos pequeñas en las que alguien ayuda o colabora con alguien sin más interés que el de sentirse humano.

Pues eso es la vida real y por lo tanto tendría que ser nuestra historia. Creo que los anarquistas no iban mal encaminados en su concepción del nacimiento como exponente de una bondad absoluta del ser humano, pero creo que la maldad también existe metafísicamente en sus acciones henchidas en el diálogo constante de estas dos naturalezas.

También podemos analizar el discurso en el contexto y en la dinámica de las dos «revoluciones» que nos alumbran en estos dos últimos siglos. Una, la revolución que pretendía la emancipación social del ciudadano y convertirlo en un ser liberado de la reproducción de la hegemonía, o más concretamente del poder existente. La otra, la tecnológica que pretendía amplificar la productividad para conseguir junto a las mejoras sociales de la otra mejoras materiales que favorecieran la vida del ciudadano. Pues bien, dos siglos después observamos en la depresión general que tanto una como la otra han sido instrumentalizadas tanto para conseguir lo pretendido a nivel holístico, como para, a la vez ―y con más éxito creo yo― conservar todo aquello contra lo que surgieron. Y todo esto debido a la continua penetración y reproducción del discurso anteriormente señalado.

Estas revoluciones pertenecen a todos los humanos porque fueron creadas para ellos, pero a su vez también se creó ese ente que es el estado nación y con él se categorizaba lo que pretendía ser universal. Mientras que la hegemonía ávida de reproducirse e insaciable en su ambición ha liderado el discurso de las patrias y las naciones, mientras ha jugado sus acciones a nivel global comprendiendo, sobre todo en lo que a la revolución industrial se refiere, que su insaciable progreso, y por ende su aumento de capital y poder, requerían de un paradigma superior al estado nación, la subalternidad, en su continua fe en un discurso auto-flagelante, ha continuado actuando en un paradigma de estado nación.

Como ya se aventuraban a analizar los testimonios que parieron esta revolución es todo lo que nos iguala y nada lo que nos diferencia, pues aunque podamos observar que todo ser es diverso entre sí, el grado de esta diversidad es mínimo comparado con el grado de lo compartido, y es más, esta forma de ser diversos es también lo que nos convierte en iguales.

Por todo ello ciego de mí, me doy cuenta de que llevo toda la vida sin sonrojarme mientras me afeito el bigote del enemigo.